Hilo de hoy, para los que hayan mirado el abismo, el final es hermoso 🥹
HabĂa más de una manera de proteger.
Siempre lo habĂa sabido, pero no lo habĂa sentido. Sentir y saber parecĂan ser lo mismo para su padre, pero no para el. Escuchar descripciones de libros nunca habĂa sido suficiente para Ă©l. TenĂa que experimentar las cosas para comprenderlas.
Se lanzĂł de todo corazĂłn a su nuevo desafĂo: buscar la forma de ayudar a Noril y los demás pacientes del manicomio.
Excusado temporalmente de atender a pacientes ordinarios, Kaladin localizĂł seis hombres del manicomio que compartĂan sĂntomas. Los sacĂł de allĂ y los puso a trabajar en apoyarse unos a otros. DesarrollĂł un plan y les enseñó cĂłmo compartir sus vivencias de maneras que los ayudaran
Ese dĂa estaban sentados en la terraza de fuera de su clĂnica. Se calentaban bebiendo tazas de tĂ© y hablaban. De sus vidas. De las personas a las que habĂan perdido. De la oscuridad.
Dos de los seis pasaban casi todo el tiempo en silencio, pero incluso ellos daban algún gruñido de asentimiento cuando los demás hablaban de sus problemas.
—Es asombroso —dijo la madre de Kaladin—. ÂżComo lo supiste? La documentaciĂłn previa indicaba que se contagiarĂan la melancolĂa unos a otros, llevándose entre ellos a un comportamiento destructivo. Pero estos están teniendo la experiencia opuesta.
—El pelotón es más fuerte que el individuo —dijo Kaladin—. Solo es necesario apuntarlos en la dirección correcta. Hacer que levanten el puente juntos…
Su madre frunció el ceño y alzó la mirada hacia él.
—Esas historias de los fervorosos sobre que los pacientes se contagian del desespero de otros —dijo Kaladin— deben de proceder de internos situados muy juntos en los manicomios. En los lugares oscuros, donde su pesadumbre puede desbocarse…
sĂ, allĂ sĂ que me los imagino empujándose unos a otros hacia la muerte. A veces les sucede a los… a los esclavos. En una situaciĂłn desesperada, es fácil que se convenzan unos a otros de rendirse.
Su madre le apoyó la mano en el brazo y Kaladin vio tal tristeza en su rostro que tuvo que apartar la mirada. No le gustaba hablar con ella de su pasado, de los años entre el entonces y el ahora.
En esos años Hesina habĂa perdido a su cariñoso hijo Kal. Ese niño estaba muerto, enterrado mucho tiempo atrás en crem. Por lo menos, cuando Kaladin volviĂł a encontrarla, ya se habĂa convertido en el hombre que era. Roto, pero vuelto a forjar en su mayorĂa como Radiante.
Su madre no tenĂa por quĂ© saber sobre aquellos meses, los más oscuros de todos. No le proporcionarĂa más que dolor.
—En todo caso —dijo Kaladin—, despuĂ©s de hablar con Noril empecĂ© a sospechar que esto les vendrĂa bien. Poder hablar con otros de tu dolor cambia algo. Es bueno estar con gente que de verdad lo entienda.
—Comprendo —respondió su madre—. Y tu padre lo comprende.
Kaladin se alegrĂł de que pensara eso, por muy equivocada que estuviera. Sus padres eran comprensivos, pero no lo comprendĂan. Y era mejor asĂ.
Para los hombres que charlaban juntos en voz baja, el cambio estaba en haber recuperado la luz del sol. En que les recordaran que la oscuridad de verdad pasaba. Pero quizá el más importante de todos residĂa en que no solo sabĂan que no estaban solos, sino que tambiĂ©n lo sentĂan.
En ser conscientes de que, por muy aislados que creyeran estar, por muy a menudo que sus cerebros les dijeran cosas terribles, de verdad habĂa otras personas que lo comprendĂan.
No lo resolverĂa todo. Pero era un principio.
De El Ritmo de la Guerra, capĂtulo 33. Comprender.